El Camino de Santiago es una ruta que recorren los peregrinos procedentes de todo el mundo para llegar a la ciudad de Santiago de Compostela, ubicada en la región de Galicia, donde se veneran las reliquias del apóstol Santiago el Mayor. Romina y su padre lo recorrieron hace un año y eligieron la ruta francesa, declarada patrimonio histórico de la humanidad por la UNESCO. Fueron 798 kilómetros de caminata, recorridos en 36 días y 228 horas. El tiempo que en la década del 20 o del 30 tardaban los barcos en llegar desde un puerto español a la argentina cargados de emigrantes. Otras rutas. Otro peregrinaje, pero que llevaba consigo el sentido del despojo.
Ella, al igual que otros peregrinos noveles, había colocado en su mochila elementos de los que luego prescindió. O canjeó por otros más simples y livianos. Pero de algo Romina no se desprendió: en su mochila llevaba dos carteles de madera con el nombre de su pueblo “Villa de Merlo”, hechos por un artista local, decorados con los colores de argentina y que señala la distancia entre Merlo y el pueblo de Manjarin, en León, España. Son exactamente 10.256 kilómetros.
Allí, con unos clavos que una anciana regaló a Romina en el Camino y un martillo prestado, la joven merlina colocó el cartel de lo que ella llama sin dudar: “mi pueblo”. Junto a ese cartel hay otros colgados de ciudades importantes: Roma, Jerusalén, Machu Pichu o Santiago, son algunos de ellos. Cada uno colocado en ese refugio templario y adorado por los peregrinos. Es un monasterio de comodidades austeras y sus pobladores siguen las pautas de la vida monástica. “Yo quería dejar la huella de mi pueblo en ese lugar”, dice Romina al contar su experiencia donde cada día por el Camino no estuvo ausente la incertidumbre de los pasos pero siempre encontró una mano diligente.
En Manjarín, Romina fue recibida por Tomás Martínez, quien representa a los templarios y en su albergue ofrece lo poco que hay. Tomás hace años abandonó trabajo y vida personal. Entonces se embarcó en la servicial misión de custodiar el largo caminar hacia Santiago. En ese refugio de ambientación medieval los andariegos no hallan demasiadas comodidades ni lujos (no tiene baños ni duchas) aunque sí un lugar con energía donde poder descansar y orar tres veces al día. A lo largo de los años fue dándose a conocer por su costumbre de tocar una campana, vestido con túnica blanca y cruz roja, al paso de los caminantes.
Tomás armó en minutos un festejo con los visitantes y peregrinos, cuando el cartel de “Villa de Merlo” fue clavado por Romina. Él, al igual que otras personas, ofician de “hospitaleros”, una tarea dedicada a brindar ayuda a las personas que caminando o en bicicleta recorren miles de kilómetros para llegar a Santiago de Compostela.
Tampoco se desprendió Romina de dos piedras que llevaba en su mochila. Cada una representaba un pedido íntimo. Personal. Una ofrenda, que dejó en otro punto del Camino, en la Cruz de Ferro, -ubicada unos kilómetros antes de Manjarín- donde los caminantes depositan esas rocas en una ceremonia privada. Allí, un cúmulo de piedras de todo el mundo se alza en el medio de la nada y sostienen una cruz de hierro. Cada una tiene un significado. Quizás para desprenderse de los tormentos de la memoria. O piedras que alejen para siempre las brumas de las pesadumbres, que a veces nublan la vida.
EL LARGO ANDAR
El Camino de Santiago puede iniciarse desde cualquier lugar de Europa, o del mundo. Muchos peregrinos lo comienzan en España, otros en Portugal, en Francia, en Italia, en Alemania, en Inglaterra, y hasta en los Estados Unidos de América, en Brasil o en Israel. Lo habitual y más autentico es realizarlo a pie, pero hay quien lo recorre en bicicleta y a caballo. Romina y su padre eligieron la ruta francesa. Lo recorrieron cada uno a su ritmo pero sintieron que lo hicieron juntos. Él quería llegar a destino. Ella se detenía a mirar amapolas y trigales.
Todos aconsejan caminar un promedio de 30 kilómetros al día. Cada tanto se encuentran albergues, que suelen ser gratuitos y están regidos por los hospitaleros, sus guardianes, que a veces ayudan y algunos sanan las heridas de los pies a los peregrinos.En un punto del Camino hasta se ofrecen abrazos. Otros sitios están sin ningún custodio. Pero en el interior, los peregrinos encuentran lo necesario: agua, jugos, frutas secas, galletitas. Cada caminante toma lo necesario y dejan un “donativo”. Alguien por la noche volverá a colocar los alimentos necesarios para los viajeros.
Algunos albergues disponen de cocina. Y otros con camas que se hallan en dormitorios comunitarios, en literas dobles o triples y, por lo general, no se ofrecen sábanas. Por eso, se usan las bolsas de dormir. Allí se descansa. La mayoría de los peregrinos se colocan tapones en los oídos para escapar de los ronquidos. Para no escuchar los sollozos o el pastoreo de los rencores, que se murmura en la oscuridad.
El Camino está siempre señalado con flechas amarillas o con un azulejo con la concha de una vieira dibujada, sobre mojones, en los árboles, en los letreros de la carretera, en las paredes de las casas, o en el pavimento. Siempre hay que seguir la flecha amarilla, que Romina promete pintar en cuando tenga su casa propia. Para que sepan que por allí también pasa el Camino.
Durante el largo trayecto, Romina convivió con otros caminantes. Todos se saludan con la misma frase: “buen camino”. Una ruta cosmopolita y de múltiples lenguas. Donde cada día es igual pero distinto. Los pies se llagan. Duele la espalda. Se doblan las piernas. El humor se trastorna y uno aprende a curarse sus propias heridas.
Romina en su andar se encontró con una mujer norteamericana con el corazón roto: su esposo de un día para el otro le dijo que no la amaba más. Habían convivido 20 años. También auxilió a un alemán que sufrió una extraña picadura en la pierna y que era alérgico. Ella reconoció que ese hombre estaba cercado por la autoridad de la muerte. Lo arrastró doscientos metros hasta un lugar donde logró llegar la ambulancia y la Guardia Civil. También acompañó a un chileno a colocar la placa de su mujer fallecida en el Camino. Romina dice que el Camino es “más espiritual que religioso” y que se aprende a observar las pequeñas cosas de la vida. Y que en los momentos de debilidad surge la inspiración de un aliento que permite avanzar.
Fueron 36 días y casi 800 kilómetros. Romina logró dejar la “huella de su pueblo” en Manjarín. Soportó días de atención en un hospital y llegó a sentir que el Camino la sacaba de la senda. Sin embargo siguió. Llegó junto a su papá a Santiago de Compostela en la semana que se celebraba el Día del Padre. Tras ese peregrinaje, un cartel de Villa de Merlo ahora está colocado en un lugar emblemático de Europa. “Mi pueblo”, como dice Romina. Cuyas montañas conoce como nadie. Porque en su andar cotidiano, su memoria registra en qué curva del camino al filo hay sombra. En cual el viento empuja por la espalda. Y en donde se hallan las flores rojas. Percepciones de la vida que solo se aprenden cuando la vida se mira desde otro lado. Son el legado del Camino a Santiago, que en Villa de Merlo tendrá también su flecha amarilla.
Fuente: http://infomerlo.com/ultima-hora/item/8711-el-cartel-de-merlo-que-brilla-en-espa%C3%B1a.html
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